Mi Nombre

Mi Nombre

En este cenagal de tormento

yazgo tendido, nebuloso.

Aguardo y tiemblo, desnudo

de tiempo y sentido,

aferrado a las caricias silentes

que susurran olvido.

Busco en esta eterna noche

una gota de mi Nombre

entre el pálido rocío…

 

¡Cuánto esperé la miel y el vino

derramados de tus labios de cilantro!

Vaho álgido montado a tu gemido y desierto.

Escupo el lamento de arena, muerto de sed.

 

Miles de libros leídos,

como cartas de un amante,

como huellas de un desaparecido…

En cada línea,

en cada letra,

en cada punto busqué,

como a través del velo de lágrimas,

pendiente de tus ojos,

un reflejo aproximado

del extraño que miraba.

 

No habité ninguna mirada,

no vibré en ninguna voz,

no he sido jamás invocado

por mi verdadero nombre

 

No tengo nombre.

 

Y el monumento

al final de mis días

será de mármol negro y virgen;

atestiguará, silente y eterno,

que no tuve nombre

y nunca estuve llamado a nada.

 

 

 

 

 

Padre Nuestro

Padre Nuestro

Padre nuestro,

postrado y ciego,

olvidado sea tu nombre;

vuelva a ti vuestro infierno;

Deshágase tu voluntad,

así en mi carne como en tu ego;

 

Te doy hoy el veneno de mis heridas,

y soporta nuestras ofensas

como también nosotros soportamos que nos ofendas;

no nos dejes cargar la cruz de tu error;

líbranos de ti,

Amén.

Exequias

Exequias

Para Stefanía…

Demian Seewald

Un hombre se encontraba caminando por el cementerio una mañana marchita en la que llovía intensamente. El cielo estaba gris y la luz del sol nunca había sido tan mortecina, tan pálida y tan fría. A la distancia divisó un grupo de gente reunido frente a una tumba y se encaminó hacia él, movido por una extraña curiosidad. Atravesó lenta y pesadamente los grises jardines mortuorios, respirando el denso aire cargado de olor a tierra mojada y flores muertas, y pensó en que él nunca había visto un día tan triste como aquel.

Cuando llegó ya habían bajado el cajón y había concluido el réquiem. Dos sepultureros anónimos arrojaban un espeso lodo negro sobre la fosa. Se acercó un poco más y para no interrumpir se detuvo a espaldas de la gente. Estuvo ahí hasta que los hombres concluyeron su labor y, mientras se preguntaba cuánto tiempo habría pasado, miraba…

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De la traición

De la traición

¿Conoces esa sensación de haberte apostado y perdido? ¿Conoces el dolor de que te haya robado alguien a quien le hubieras dado todo a cambio de nada sin esperar siquiera a que te lo pida? ¿Has sentido el puñal oculto, imposible de esquivar, abriéndose paso por la frágil carne de tu espalda? ¿Has sentido la lengua bífida de Judas recorriendo tu tierna mejilla?

La traición se define como… bueno, eso puede variar, como ocurre frecuentemente con las definiciones. Nos respaldaremos momentáneamente en la etimología de la palabra, fieles a nuestro estilo, e intentaremos construir nuestra propia definición. La raíz es la palabra latina traditio, que es literalmente entrega y fundamenta, por un lado, a la palabra tradición como entrega de algo a una generación subsiguiente, y por el otro, a la palabra traición como la entrega de algo al bando enemigo. Más contemporáneamente suele indicar una defraudación o una infidelidad. Por supuesto que la infidelidad no es exclusiva de la pareja, por lo que circunscribiremos, en pos de un espíritu de síntesis y claridad, la traición como un acto de infidelidad al interior de una relación de afecto que se tenía por recíproco. Y, para mas señas, como acto también incluimos la palabra y las omisiones, tanto de palabras como de acciones, que resulten en la destrucción del compromiso y el asesinato de la lealtad de una persona hacia otra. Pero no a cualquier persona, no a cualquier alma, sino a una que, por la naturaleza misma del vínculo, debería haberse protegido como a un fuego sagrado. La traición es sacrilegio y atentado contra la pureza de los buenos sentimientos.

Ahora bien, ahondemos un poco en la infidelidad, que en su sentido etimológico apunta a una falta de fe. Diremos, más dramáticamente, que es destrucción de la fe. Quien traiciona es, entonces un sicario, un cazarrecompensas para quien los más elevados sentimientos no sobrepasan el valor de unas treinta monedas de plata, pero que generalmente entrega al profeta por mucho menos. Nos vemos tentados a aventurar entonces que valúa a los otros en función de su propio valor, por lo que la cuantía de beneficio propio que lo mueve a la insidiosa obra suele ser más bien tendiente a cero. Tales maquinaciones, por supuesto, sólo germinan en almas estériles de virtud, donde no puede crecer la fe en los demás ni en sí mismo. Nada crece en esos parajes negros. Todo vale nada para este tipo de corazón mezquino que, traicionando a otros, se traiciona inevitablemente a sí mismo.

Nos toca ahora empezar a estudiar el fenómeno, y para ello siempre es propicio empezar por su descripción. Si describiésemos la traición, deberíamos empezar por su sonido,  pero… ¿cómo se oye la traición? Se oye como cristales rotos y vidrio molido en una cajita musical que se sacude con violencia. Lo que sentimos es algo así como una fractura en el cuerpo. Pero ¿dónde la sentimos? Es curioso, porque siempre se utiliza la metáfora de la espalda, como hemos hecho anteriormente, sin embargo la sentimos en el pecho. Podría ser que el puñal sea indoloro mientras atraviesa nuestra espalda y lo sentimos apenas cuando su punta envenenada rasga nuestro corazón. Podría ser que neguemos el dolor hasta que se vuelve insoportable. En cualquier caso, es inconfundible la sensación de vacío, de falta y pérdida irremediable que va cerrando angustiosamente nuestro pecho como preámbulo a la obturación de la garganta y la palidez de los labios. Empezamos a ahogarnos ¿Nos falta el aire? ¿Se ha perforado un pulmón? Nada de eso, es el veneno, rápido y efectivo. Luego acaece un dolor agudísimo y sordo al mismo tiempo que embarga todo el cuerpo y nos inmoviliza. La traición metastatiza en milisegundos. 

La serpiente huye con el botín y nosotros nos quedamos sin nada, paralizados en el dolor. Nada podemos hacer. Pero ¿qué hemos perdido? ¿A quién le ofrendamos nuestras lágrimas? ¿A la serpiente? No parece lícito aventurar tal hipótesis, porque claramente su cobarde retirada es en realidad nuestra ganancia. Finalmente hemos ganado mucho más que ella. Ahora nuestros ojos están húmedos, pero abiertos, y eso siempre es bueno. Ahora el puñal está ahí, enclavado en nuestro omóplato y podemos verlo. El problema es que ahora no podemos alcanzarlo con nuestras propias manos en semejante ubicación. Pero no faltará, llegado el momento, quien venga a ayudarnos a retirar la hoja de la herida. Ahí está el punto truculento. El verdadero daño radica en el hecho de que preferimos conservar ese filo en nuestra carne, porque lo que hemos perdido, ahora lo diremos, es la confianza. A nadie le volvemos a regalar nuestra retaguardia desnuda una vez que hemos sido traicionados. La hoja artera avanza y, con el tiempo, se funde con la herida y se vuelve parte de nosotros. Ahora está guardada en nuestro pecho, atravesando nuestro corazón.

Trágico desenlace es éste, en el que ganamos el don de la vista, pero dependiente de ojos contaminados por subrepticia suspicacia. Podría acercarse amorosamente el mismísimo Arturo a sacar la Excalibur de la piedra de nuestro dolor fosilizado, pero no lo reconoceríamos tras el velo negro de nuestras sospechas.

Algo nos falta ¿Qué hemos perdido? Hemos perdido la capacidad de confiar, que es el cimiento mismo del amor. Ergo, hemos perdido la potencialidad de amar, y con ella toda posibilidad de sanar ¿Qué hacer ahora? No todo está perdido. Lo primero es cerrar los ojos. Por ahora no nos servirán en tanto que miran sin ver. Si todavía no es muy tarde y la empuñadura está a la vista podemos armarnos de valor, morder nuestro resentimiento y soportar que alguien intente sacar el filo. Del mismo riesgo al que nos sometemos germinará con toda probabilidad un nuevo brote de confianza. Ahora bien, si ya ha pasado largo tiempo y si la hoja se alberga en nuestro pecho, el asunto es más complicado, pero la indicación es finalmente la misma: valor. No te conviertas en la serpiente. Hay que arriesgar el pecho y abrirlo en el momento oportuno. Es una operación a corazón abierto, por lo que se precisan manos delicadas, pero firmes. De igual manera, el primer indicio de la recuperación será un brote de confianza. No olvidemos que la desconfianza es miedo, y el miedo se vence con valentía, que es la virtud de la que mana el amor.

Acerca del crimen

Acerca del crimen

Por lo general, podemos encontrar una infinidad de artículos que tienen por objeto analizar el estado psicológico del criminal durante la realización del crimen, por ejemplo, o la influencia del medio y la sociedad sobre los individuos que terminan por conducirse hacia la perpetración de diferentes delitos. Aquí eso no nos interesa. Diremos, sin embargo, que, por lo general, la mayoría tiende a concluir que el criminal es una especie de enfermo (reconocemos que por lo general los autores usan denominaciones eufemísticas, bastante más piadosas, al tiempo que reconocemos lo que quiere decirse al socaire del ardid terminológico), o bien psicológicamente, o bien socialmente, o una combinación de ambas en diverso grado. Tampoco esto nos interesa.

Más allá de todas esas consideraciones, de las que no nos vamos a ocupar, trataremos de explorar algo que, si bien cuenta con vastos antecedentes compuestos de todo tipo de alusiones y hechos a lo largo de la historia, es muy poco tratado de manera directa. Nos referimos al derecho al crimen según lo que entendemos como ley de la Naturaleza.

Empezaremos por afirmar un supuesto según el cual las personas, a merced de la ley de la Naturaleza, se dividen generalmente en ordinarias y extraordinarias. Las primeras son las personas que constituyen un material que sirve exclusivamente para la procreación de las segundas, las personas propiamente dichas, es decir, los seres humanos que poseen el don o el talento de decir una palabra nueva en su medio. Se sobrentiende que las subdivisiones son infinitas, pero los rasgos diferenciales de las dos categorías resultan bastante acusados: hablando en términos generales, tenemos que las personas de la primera categoría, es decir, el material, son por su naturaleza conservadoras, ceremoniosas, viven en obediencia y gustan de ser obedientes. A nuestro modo de ver, están obligadas a serlo, porque éste es su sino, y en esta condición no hay nada humillante para ellas. La segunda categoría, formada por personas que pasan por encima de la ley, son destructoras o están inclinadas a serlo, según su capacidad. Sus crímenes, como es natural, son relativos, y presentan muchas variedades; en su mayoría, por medio de declaraciones sumamente diversas, tales hombres recaban la destrucción del presente en nombre de algo mejor. Pero si para el cumplimiento de sus ideas necesitan pasar, aunque sea por encima de un cadáver, y han de derramar sangre, a nuestros ojos, en su fuero interno y sin remordimientos de conciencia han de permitirse pasar por encima de la sangre, aunque siempre a tenor de la idea y su dimensión. Tenemos entonces que la primera categoría es siempre dueña del presente; la segunda, lo es del futuro. Las personas del primer grupo conservan el mundo y lo multiplican numéricamente; las personas del otro grupo lo mueven y lo llevan a su fin.

Se afirma entonces que existen ciertas personas para las cuales no se ha escrito la ley de los hombres, y pueden, no solo pueden, sino que tienen pleno derecho a cometer delitos de cualquier clase si la necesidad de propulsar su pensamiento nuevo los reclama.¿Significa esto que los hombres extraordinarios tienen derecho a realizar cualquier crimen y a infringir las leyes como les plazca, por el mero hecho de ser extraordinarios? De ningún modo. No se afirma, ni mucho menos, que las personas extraordinarias deban siempre entregarse a toda clase de excesos, amparadas por su excepcional condición, sino que el hombre extraordinario tiene derecho (entiéndase que no se trata de un derecho oficial) a decidir según su conciencia si debe salvar ciertos obstáculos, únicamente en el caso exclusivo de que la ejecución de su idea, que a veces puede resultar salvadora para toda la humanidad, lo exija. Si los descubrimientos de Kepler y de Newton, a consecuencia de determinadas circunstancias, cualesquiera que fuesen, no hubieran podido convertirse en patrimonio de la humanidad sin el sacrificio de un hombre, de diez, de cien o más hombres, que hubiesen sido obstáculo para la comunicación del descubrimiento a los demás, Newton habría tenido derecho a eliminar a las diez o cien personas; habría estado incluso obligado a hacerlo. De ahí no se sigue, ni mucho menos, que Newton tuviera derecho a matar a quien le pareciera, o a robar a diario en el mercado.

Pero ¿cómo distinguir estos hombres extraordinarios de los ordinarios? ¿Se dan, al nacer, algunas señales especiales, o qué? ¿Puede ocurrir, por virtud de alguna confusión, que alguien de una categoría que crea que pertenece a la otra, pueda empezar a «eliminar todos los obstáculos»? Bueno, eso ocurre con mucha frecuencia, sin embargo, el error es posible únicamente en la primera categoría, es decir, de las personas ordinarias. A pesar de su inclinación innata a la obediencia, por ciertos caprichos de la naturaleza, muchos de ellos gustan imaginar que son hombres avanzados, «destructores», capaces de decir una «palabra nueva», y lo creen con sinceridad. Al mismo tiempo, con suma frecuencia ocurre que no distinguen a los hombres verdaderamente nuevos y hasta los desprecian como personas retrasadas y de mentalidad denigrante. Tales individuos no llegan nunca muy lejos. Se azotan ellos mismos, pues son de muy buena conducta. Se imponen a sí mismos, entre ellos, diversas penitencias públicas.

Por supuesto, la masa casi nunca reconoce este derecho del que hablamos a tales hombres, sino que los decapita y los ahorca, los encierra, y con ello cumple con justicia su función conservadora, lo cual no es obstáculo para que en las siguientes generaciones esa misma masa coloque a los decapitados en un pedestal y los venere. Bien es cierto, reconocemos, que no siempre los decapitan. Algunos alcanzan en vida el fin que persiguen, y entonces ellos mismos empiezan a decapitar si es necesario, y de este modo ocurre en la mayor parte de los casos. Digamos, por ejemplo, los legisladores y ordenadores de la humanidad, empezando por los más antiguos y continuando por los Licurgo, los Solón, los Mahoma, los Napoleón y así sucesivamente, todos sin excepción fueron criminales por el simple hecho de que, al promulgar una nueva ley, infringían con ello a la ley antigua, venerada como sacrosanta por la sociedad y recibida de los antepasados; claro es que no vacilaron en derramar sangre, si la sangre podía ayudarlos en su empresa.

Hablamos de la masa, con lo que necesariamente debemos preguntarnos si, al interior de ella, son muchos los hombres que tienen derecho a degollar a los demás, es decir, ¿hay muchos hombres «extraordinarios»? Diremos que nacen muy pocas personas con alguna nueva idea, incluso un poco capaces de decir algo más o menos nuevo; hasta extraña que sean tan pocas. Solo una cosa está clara, y es que el ordenamiento de las personas de esas categorías y subdivisiones ha de hallarse determinado con toda precisión y exactitud por alguna ley, en tanto que se deja ver que una enorme masa de gente, de material humano, existe en el mundo tan sólo para que, al fin, mediante cierto esfuerzo, a través de un proceso hasta ahora misterioso,  llegue a dar a luz entre mil hombres a uno más o menos independiente. Con independencia mayor aun, nace quizá un ser humano entre diez mil. Entre muchos millones de hombres, no habrá más que un genio, y los genios extraordinarios, los plasmadores de la humanidad, no se dan más que como unidades después de que pasan por la tierra muchos miles de millones de personas.

En una palabra, se impone la conclusión de que todos los hombre no ya grandes, sino que se destaquen un poco de lo corriente, o sea los que estén en condiciones de decir algo nuevo, por poco que sea, necesariamente han de ser criminales por propia naturaleza, en mayor o menor grado. Claro es por el simple hecho de estar obligados a no conformarse.

Pero ¿Y con la conciencia, qué? El que la tiene, a sufrir se ha dicho, si reconoce el error. Es su castigo. No se trata ni de permitir ni de prohibir. Que sufran, si sienten compasión por la víctima. El sufrimiento y el dolor son siempre necesarios para la conciencia de altos vuelos y para el corazón profundo. A nuestro modo de ver, los hombres verdaderamente grandes han de experimentar en este mundo una pena inmensa.

 

*Reconstrucción articulada de la teoría de Raskolnikov tal y como es esbozada en Crimen y Castigo, de Dostoievsky.

Espejo (Parte 1)

Espejo (Parte 1)

Deambulo cargando obligaciones y carpetas amarillentas por las callejuelas del hospital de almas y siento enfermar la mía. Hay días en que no lo siento y sólo a la noche recuerdo, en el sueño y con la guardia baja, que me estoy enfermando con este trabajo. La paga no lo vale. Todos los días lo mismo. Debería renunciar. Siempre pienso lo mismo. Me miro en el reflejo de una ventana oscura, cosa rara. No me gustan los espejos. Estoy débil. Parece que hoy sucede que los mecanismos de naturalización de la tragedia están un poco endebles… y a lo mejor estoy sintiendo lo que naturalmente sentiría un ser humano en este contexto horrible. Hoy, como el día de mi ingreso a esta institución, calan profundo en mis oídos los gritos y las terribles risotadas de los pacientes, como agujas en mi cerebro. Mi tristeza se tiende hasta sus hondos lamentos, invocada por el aire infecto de tuberculosis y sus ropas sucias y rasgadas, como queriendo rescatarlos. Hoy en mis ojos encuentro sus lágrimas de dolor y en mis manos temblorosas su miedo. Sus llagas escuecen en mi piel como lenguas leprosas. Insectos caminan y roen la carne debajo de mi piel. Una de mis manos, en un acceso de automatismo, me rasca sin permiso de mi conciencia. Siento la mugre corriendo por mis venas renegridas. Respira. Controla. Defensa. Compostura. Es mi imaginación ¿Es mi imaginación? Es que su soledad encuentra hoy mis manos vacías en lugar de mi mirada huidiza. Su miseria agrieta mi corazón y algunos pedazos todavía sirven ¡Que no se los coman las bestias! Ruego conserven ellos en su pecho algunos pedazos de su corazón, y que todavía sirvan. Me aterra pensar que no. No quiero pensar que no. Pero creo que no ¡Poco le han dejado las bestias! ¿Cómo podremos curarlos?

Recuerdo una conversación con Tomás en la que le dije que el espejo de la locura nos devuelve una imagen de horror, el terror de la sinrazón. La imagen está desintegrada, como devuelta por un espejo de techo de motel roto, y es confusa como una orgía, y se resiste a nuestra lógica, como un rompecabezas en el que las piezas no encajan unas con otras. No es un desafío intelectual, es sólo un romper de cabeza. No recuerdo que contestó él. Entonces, a lo que quería llegar es a que entre el olor de la podredumbre, la grasa humana, la humedad, la desidia, la miseria, el dolor y las llagas, encuentro algo peor. Pero bueno, al menos no estoy volviéndome loco… Hay algo raro en esa ventana. Díganme si no tengo razón. No recuerdo la canción. Ustedes, mejor que nadie, deben saberlo. Díganme la verdad. No hace falta que sigan haciendo el papel de inocentes víctimas. Lo sé todo. Reconozcan la verdad. Están leyendo mis pensamientos. Admítanlo. Puedo sentirlos hurgar en mi cerebro, violando mis secretos. Quieren robarse mis pensamientos uno a uno hasta que ya no quede nada de mí. Quieren venderlos en el mercado negro y a los brujos que acampan frente a mi casa por las noches. Puedo verte, puedo oírte.

Tranquilidad…

1…2…3…4…5…6…7…8…9…

Esto no está pasando ¡Compostura, carajo!

-Claro que esta pasando.

-Pasa Pasa PASA.

-¡No! No le está pasando nada.

-Tiene la mirada rara. Algo le pasa.

-Pasa Pasa PASA.

-Se olvidó del 10.

-La ventana.

-Sí, no contó hasta 10. Ahora nada funcionará.

-¿Se volverá un 10?

-Jajajajaja.

-Es una lástima. Ahora toda su familia morirá.

– Eso es de Obsesivos, no de Locos.

– ¿Qué cosa?

-El no está loco.

-Jajajajajaja.

-Claro que está loco.

-No… está LOCA.

-Además su familia ya está muerta.

-¡JAJAJAJAJAJAJAJA!

¡10! ¡Listo o no, allá voy! No pueden esconderse de mí, se que están ahí adentro, cambiándolo todo de lugar para confundirme. Los escucho. Quieren cambiarme el nombre para perderme de mí mismo. Dios me protege. Extraño a mamá. Dios me muestra dónde se esconden y me revela sus corazones maledicentes. No pueden escapar a la justicia. Dios da y Dios quita. ¡AAARRRGGH! ¡Cómo pica! La mano me rasca ¡BASTA!

-Basta basta BASTA.

-Dice que basta ¡Jajajaja!

-Pasa pasa PASA.

No estoy loco… No estoy loco… ¡Ustedes están locos! Cerrar los ojos. Contar hasta diez. Respirar por la boca. Soltar por la nariz…

-Qué imbecil. Es al revés.

-.séver la sE .licebmi éuQ

-No hablaba contigo.

-Y creo que no se refería a eso

¡DÉJENME EN PAZ!

Silencio.

Silencio.

SILENCIO.

.

..

¿Qué ha pasado? ¿En qué estaba pensando? ¡Ah, cierto! Estaba llevando las carpetas para archivar. Últimamente ando muy distraído. Tengo la cabeza en las nubes. Ahí viene Tomás. Conversaba con él otro día sobre la locura ¿Ya lo mencioné? Siempre me llamaron la atención los déjà vu. La vida es un déjà vu. Voy a aprovechar para decirle a Tomás algo que he pensado sobre la locura y que me inquieta un poco. Me preocupa. Es que cuando pienso en los pacientes siento que debajo de sus ojos vidriosos, sus delirios, sus historias desvencijadas, sus maníacas risas inmotivadas y su profuso llanto hipermotivado, no saben que están locos… ¿Cómo lo sabríamos nosotros? A veces, cuando los miro a los ojos, creo que encuentro los míos, como en un espejo.

La Gran Guerra

La Gran Guerra

Deseé con penitente parsimonia escribirte

desde el vaho indolente, manto de mi exilio.

Probé mil hechizos y alquimias de la lengua

para ofrendarte un nuevo y hermoso lamento.

 

Me corté la piel con el recuerdo de tu mirada

esperando que brote de mis venas tu sangre.

Quería llenar con ella el pozo de los deseos

para beberla si alguna vez volvía la sed;

para consumirte si alguna vez volvía el hambre.

 

Quería loar dolorosamente tu fantasma,

pero las Palabras me negaron obediencia.

 

¿Quién duda que posean vida propia?

¿Quién no tiene la lengua atada por su deseo?

¿Quién no ha sentido el pulso frenético de su libertad?

 

Amenazaron con aniquilarse todas a la vez

si osaba acercar a mi garganta el filo de tu recuerdo.

 

Preferían morir a derramarse ya inútilmente

y se reían de la carne lánguida, ávida de ofrendarse.

Susurraban un insidioso clamor de venganza

a mi oído, en lenguas muertas grávidas de veneno.

 

Pero yo tampoco condescendí su capricho.

Até mis manos, quemé las plumas y mordí mi lengua.

 

Les grité con voz rasgada que no podían vivir sin mí,

y replicaron como Furias que no vivía yo si me faltaran ellas.

Pero no se puede razonar con las Palabras.

Pero no se puede confiar en la Palabras.

 

Marcha de la muerte, senda de los sacrificios.

 

En el territorio profano de tu piel de alabastro

se libró la gran guerra entre las Palabras y yo.

 

En el valle de tu pecho deformado

nos herimos gravemente.

 

En las orillas de tus labios pálidos

naufragamos en lucha.

 

Ante el frío invierno de tu mirada exangües caímos

y resolvimos, sin hablar, desertar cada uno por su lado.

 

Soldado que huye para otra guerra.

Rota la espada.

Palabra que huye para otro poema.

Rota la pluma.

 

Nunca imaginamos cómo volveríamos a unirnos en tu destino.

 

Separados años luz por el océano de tu quimérica voz,

conspiramos sin saberlo para matarte de silencio.

Te atrapamos desde frentes opuestos, tras los muros del olvido,

y te asesinamos por la espalda dentro de mi pecho deshecho.

 

 

Encontré a las Palabras en el monumento de tu ausencia

y nos perdonamos para izar tu cadáver de marfil

como bandera,

y sobre tu sombra de ébano se firmó la paz

con tu sangre,

hasta la próxima guerra.

 

Carta de un vecino indignado (Basada en hechos reales)

Carta de un vecino indignado (Basada en hechos reales)

Caluralia, Jesuitiland, 7 de septiembre del XXXX

 

 

Consorcio de Copropietarios del Edificio Economic Walls

S_____/_____D:

 

Saludo cordialmente y me presento a la sazón. Soy Gregorio S., legítimo inquilino habitante hace más de un año del departamento 9C del Economic Walls, ubicado sobre la calle Altruismo, altura 777.

Dicho lo dicho, y pidiendo encarecidamente que se lea el escrito en su completud a pesar de su longitud, aclaro que no es sino con gran pesar que me resuelvo a escribir esta carta. La misma tiene como objeto asentar mi posición y defenderme propiamente con respecto a las continuas e insistentes acusaciones infundadas de mi vecina del departamento lindante, P, que vive allí hace muy poco.

La posición que sostengo no es de subvertir la queja, ni redirigirla hacia ella, sino que me limito únicamente a defenderme razonablemente, si bien hasta ahora he guardado silencio absoluto ante el consorcio respecto al tema. Guardé silencio porque consideraba este tema completamente absurdo y no me quise involucrar porque lo consideraba totalmente inconducente. Interrumpo este silencio concienzudo debido a que han fallado penosamente todos mis intentos de resolver el conflicto que se me impone injustamente desde el departamento adyacente.

Digo que han fallado porque efectivamente he intentado y me he esforzado en respetar todos los requerimientos que mi vecina me ha hecho. Con la primera carta que les dirigió a ustedes fue más que suficiente para hacerme entender el absurdo que ella percibía. Con esto digo que todas las cartas que le sucedieron a aquella primera han estado absolutamente de más. Y desde la primera a la última carecen de razón de ser, puesto que no he transgredido de mala fe ningún límite legal o moral de convivencia vecinal. Los intentos de mediar de mi vecina para conmigo han sido prácticamente nulos (habló personalmente conmigo una sola vez a pesar de escribir varias cartas y hablar varias veces con el portero). Yo, por mi parte, he hablado con ella desde la más pacífica posición reconciliadora, con sinceras intenciones de arribar a una solución satisfactoria para ella, pero no tiene caso. He acatado in extremis todas sus exigencias para perjuicio mío, sin embargo no ha bastado.

No pienso argumentarme con falacias ad hominem hacia ella como ella ha hecho conmigo, puesto que no tiene sentido y no constituye un argumento real ni válido desde ningún punto de vista. Algunas de las acusaciones con las que arremete en mi contra rayan la calumnia y la injuria, otras son lisa y llanamente mentiras o exageraciones absolutamente desproporcionadas, hasta ridículas. Por ejemplo, y en primer lugar, está a la vista, desde su propia letra en cartas, que reconoce que molesta a sus vecinos de abajo con el volumen de su televisor. Acto seguido se justifica achacándome la responsabilidad, alegando que ella “tiene” que hacer eso para neutralizar los sonidos provenientes de mi departamento. Esto es sencillamente mentira, por no decir nada respecto a esa “lógica” de que ella molesta a otros excelentes e ilustres vecinos porque yo la molesto. También dice que quiere llegar y descansar en silencio, siendo que hasta la madrugada tiene el televisor encendido a un alto volumen, que a mí particularmente no me molesta, pero contribuye a probar que no es verdad lo que dice en sus cartas.

Para continuar, no hay nada legítimo que le permita quejarse de que yo reciba amigos o visitas a cualquier hora. Yo vivo aquí y es mi legítimo derecho. Dice que la música de mi departamento está a todo volumen desde las 13 hs. hasta altísimas horas de la madrugada todos los días, con gente gritando, entrando y saliendo continuamente, hipérbole de la cuestión y exageración evidentes, irrisorias. Me resulta difícil inclusive imaginarme una persona que pueda vivir así como ella dice que yo vivo. Extiende su queja al hecho de que concurran a mi departamento algunas amistades femeninas, esto es sencillamente ilegítimo, repito. Aquí nadie habla a los gritos. Somos personas conscientes, educadas, instruidas y ubicadas, tanto yo como la gente con la que decido rodearme. Considero una profunda falta de respeto la forma en que P se refiere a mi persona sin conocerme en lo más mínimo: “no respeta nada”, “cree que vive en un albergue universitario”, “no respeta a sus vecinos” (pretende crearle al lector la ilusión que los otros vecinos apoyan su causa, siendo que yo tengo excelente relación con todo el resto del piso y el edificio, y es fácil comprobarlo), “gritos” (es ridículo decir que todos los que entran aquí se comuniquen a los gritos, muy por el contrario hablamos muy civilizadamente, y la mayoría son colegas), “música a todo volumen” (aseguro que jamás he puesto música a todo volumen. Si bien me gusta escuchar música, placer bastante común y difundido, tengo un profundo y debido respeto por el nivel razonable de los decibelios).

También puedo decir que en la conversación que tuve con ella, me ha dado “permiso” de hacer “ruido” hasta las 20 o 20:30 horas, cuando ella llega de su jornada laboral. Conozco mis derechos y no ignoro las reglamentaciones de convivencia vecinal, que permiten ruido razonable desde las 15 hasta las 22 horas inclusive por la tarde, y en la mañana el ruido se acepta entre las 6 y las 13 horas. Por lo tanto, si bien yo respeto sus exigencias en pos de la paz, no hay derecho ni razón legitima de su lado para pedirme esto, que repito, cumplo sin embargo.

Por otro lado, mi buena vecina, P, ha sacado la infame conclusión de que yo no trabajo. Reza en su tercera carta refiriéndose a mí: “no trabaja” “se levanta al mediodía”. Esto es absolutamente mentira y es una profunda falta de respeto, que me resulta realmente indignante. A la sazón, me desempeño como médico y ejerzo mis funciones clínicas en salud pública. También trabajo en el Penal de nuestra jurisdicción, en el área de Criminología y Psicología Médica Judicial. Soy docente de Psiquiatría Clínica en la Universidad de esta ciudad. También me desempeño como investigador en el ámbito académico Universitario. Por ende, muy al contrario de lo que P pretende hacer creer, trabajo, estudio y soy una persona digna, respetable y respetuosa a la vez, pacífico y muy bien educado. Conozco perfectamente mis derechos y si he otorgado concesiones que decantan en favor de ella, fue sólo para que se sienta bien y a gusto. Como he dicho antes, nada ha bastado. No toleraré que se siga ensuciando mi buena fe y persona.

Como decía anteriormente, no insto al consorcio a realizar acción alguna a mi favor, no escribo con ánimo de queja, sino de desmentida de las tergiversaciones y planteos de la buena señorita P. De ella no ofrezco conclusiones como ella gustosamente les ha ofrecido sobre mí, no me corresponde y no sería ni válido ni justo. No deseo ningún conflicto y hasta su arribo al edificio jamás en mi vida había recibido una sola queja contra mi persona. Ahora, en el curso de poco más de un mes, he recibido múltiples provenientes de su sola persona, cabalmente ilegítimas y sin fundamento alguno. Me limito a defenderme y asentar mi opinión debida y válidamente argumentada acerca del asunto. Si la señorita no cesa en sus actividades calumniantes e injuriosas, simplemente me mudaré, muy a mi pesar. Lamento mucho esto porque me gusta vivir aquí. Pero no me someteré por más tiempo a esta indignante subyugación que ella pretende ejercer sobre mí. Aunque yo me vaya, me atrevo a vaticinar que los conflictos se mantendrán con quién ocupe mi lugar, dado que es un conflicto enteramente unilateral. Soy un buen ciudadano y vecino, pago al día el alquiler y las expensas y soy sumamente responsable con mis trabajos, pacientes y actividades, que no quede duda de ello ni de mi valía como hombre de buenas costumbres y espíritu. No toleraré un solo reclamo más.

Quisiera, sin embargo, saber qué posición toma el consorcio ahora que dispone de las dos campanas y he escrito finalmente para disolver el monólogo repetitivo de la respetable señorita P. Esta será mi única carta y está solamente dirigida a ustedes, no me interesa alimentar el conflicto dándosela a ella, ni incluir al buen Sr. W, nuestro diligente portero, o a cualquier otra persona ajena e impotente respecto al tema. No me proporciona satisfacción alguna. Les agradezco de antemano y los saludo con la mayor cordialidad.

 

Gregorio S.

Spring

Spring

Salió a fumar en la terraza, como todos los días a media mañana. Era su versión del coffee break. Lo aprovechaba para estar solo, lejos de la gente de la oficina. Sacó uno de sus Marlboro del paquete y lo encendió con una honda pitada tal que quebró la llama azul en un perfecto ángulo recto. El primer cigarrillo del día. Estaba intentando dejar, o al menos eso decía. Despidió el humo como envuelto cuidadosamente en un suspiro de hastío y a través de la nube observó el ardiente Sol de verano. Lo miró fijamente, como no debe hacerse, y empezó a caminar como en trance hacia él. Se detuvo maquinalmente al encontrarse la punta de sus zapatos sobresaliendo un centímetro de la cornisa. Miró el abismo frente a sus pies y  sintió el mareo que sentía siempre que el abismo miraba dentro de él. Sintió miedo y eso le gustaba. Sintió que el miedo le anunciaba oracularmente un deseo. Pensó en lo peligroso que era una terraza no cercada.

Sentía la brisa acariciándole los cabellos y el sol dorando suavemente su pálida frente de oficinista. Cerró los ojos y contuvo el humo en sus negros pulmones. Sus pensamientos empezaban a diluirse apaciblemente, como la niebla al sol, cuando un sordo susurro escaló furtivamente hasta sus oídos. Venía desde abajo. Soltó otra nube negra, abrió los ojos y vio una multitud apiñándose en la acera del edificio, vociferando violentamente. Los gritos eran ininteligibles, caóticos, como un montón de instrumentos desorquestados tocando partituras distintas entre sí. Le pareció por un instante que lo miraban a él, pero tampoco esto podía distinguirlo bien. Pronto se dio cuenta de que la multitud, en efecto,  lo miraba a él, pero no con sus ojos, sino con las cámaras de sus teléfonos en alto. Aquellos pequeños puntos lejanos le dedicaban ojos biónicos y gritos en una sinfonía discordante sin nombre.

Su corazón golpeaba con fuerza y sin ritmo dentro de su pecho, ora saltándose un latido, ora dando dos saltos en el tiempo de uno. El aire le faltaba. Dio otra pitada a su cigarrillo ahogando un sollozo, cerró los ojos y aguzó el oído. A medida que más se concentraba, más claramente le parecía identificar lo que gritaba la turba enloquecida. Con súbito espanto reconoció que coreaban al unisono una orden: «¡Salta!».

Tragó el humo y abrió los ojos que casi se le salen de las cuencas. Contempló sin comprender que varios medios locales ya habían concurrido a cubrir el acontecimiento con móviles de exteriores. Camarógrafos y reporteros, policías y bomberos, se unieron al gentío, que no paraba de crecer, y las voces tomaron más fuerza y, a través de ella, belleza. Era clamor. Era pasión. Era música. Era una sola voz. La voz del deseo.

«¡Salta!»

«¡Salta!»

«¡SALTA!»

Cerró los ojos y sintió los latidos perfectamente ritmados en su pecho, en armonía. El coffee break había terminado. Abrió los brazos, dio una última pitada al cigarrillo y se entregó a la obra.